Por Alejandro López Andrada
Crítica a Fugitiva ciudad
No hay mejor motivo de inspiración para un poeta que el paso
del tiempo. Los mejores poemarios, por regla general, aquellos que no pisará
nunca el olvido, fueron concebidos desde
la limpia perspectiva que este asunto esencial ofrece al escritor, por eso
seguimos acudiendo a Antonio Machado,
a Fray Luis de León, o Jorge Manrique, voces clásicas cuyo
mensaje no pasará de moda, porque en el corazón febril del tiempo cabe la luz
y, a la vez, la oscuridad. Enlazando con esto, el poemario de Manuel Rico, Fugitiva ciudad, es un
tratado de horas agridulces alimentadas por una hermosa luz, la que cubre al
poeta que mira al pasado sin rencor porque sabe que en el ayer habitan voces
segadas por la barbarie y por el miedo, pero, en cambio, también hay lugares
recorridos por un halo emotivo de ternura y honradez. Si hubiéramos de calificar la obra poética y,
también, narrativa, y ensayística, de Manuel Rico, ante todo diríamos que es
limpia y singular. Hay en sus poemarios una hondura extraordinaria que penetra
en los recovecos del alma humana y en los ambientes urbanos, o suburbanos, donde
se ayuntan la rebeldía y la lucha por la búsqueda de una sociedad más justa,
una realidad más noble y habitable, alejada del capitalismo vergonzante que
sigue descabezando nuestra historia, convirtiendo el mundo en un vertedero
atroz. No queremos decir con esto, de ningún modo, que la obra literaria de Manuel Rico, y aún mucho menos su
poesía, se mueva exclusivamente en torno
al parámetro social, sino que bajo su
hermosa arquitectura siempre fluye ese aliento rebelde, heterodoxo, que concede
a su obra una pátina agradable donde se abrazan la lucha y el amor. Autor de
poemarios extraordinarios como, por ejemplo, La densidad de los espejos
(Premio Hispanoamericano Juan Ramón Jiménez 1997) o Donde nunca hubo ángeles (Visor,
2003), y de novelas exactas, memorables, como Trenes en la niebla (Espasa,
2005) Manuel Rico (Madrid, 1952) es
uno de los escritores españoles que mejor ha sabido expresar esa cálida e íntima
desolación urbana que, en los últimos años de una posguerra agonizante, cubría
las ciudades de una pátina plomiza que, no obstante, encerraba un tono tierno y
agridulce que aquí en Fugitiva ciudad, Premio Internacional
Miguel Hernández, nuevo poemario del autor, es visible en algunas piezas muy
logradas, como la titulada El barrio que fue mío, donde destacan versos como éstos: “Aquí en esta tierra de
palabras y dudas/ de tiempos asustados por el límite,/ vuelve lento aquel
barrio/ del niño que creíste inamovible y tuyo:/ tiendas de coloniales, fruterías...”
(Pág. 64). Y unos versos más adelante, Rico nos muestra cómo el paso del tiempo
y el de las máquinas acaban destrozando, deshaciendo ese armónico trozo,
humilde y pobre, de una niñez urbana atravesada, en la densa penumbra de la
historia, por un corcel de luz, una tierna y galopante claridad que adquiría
sentido en la dignidad de la escasez.
Dividido en cinco apartados, o bloques, el poemario es un
círculo espléndido de emociones, una rueda gozosa que avanza desde la primera
parte, titulada “De los barrios inciertos”, en la que burbujean los murmullos
vecinales, las ropas tendidas al sol y el rumor de los tranvías atardeciendo,
hasta la última, titulada “Donde agonizan los deseos” (compuesta por un
excelente puñado de sonetos), describiendo una órbita, un itinerario sentimental
de un profundo calado lírico. Así hallamos poemas de una zozobra existencial
que conmueven al mismo tiempo que relajan por el tono humano y cordial que
encierran dentro: “...Años de ensoñación y de refugio,/ de nieve tinta en
óxido, de cuerdas escondidas/ en portales en sombra donde nunca hubo ángeles,
donde sólo/ helados vigilantes aguardaban...” (Pag. 31). A veces, como ocurre
en los anteriores versos y en otros muchos de este espléndido poemario, la
desolación acaba volviéndose ternura, nostalgia de un tiempo duro, hosco y
gris, que, no obstante, reviste de lírica alegría, de brumosa nostalgia, el
temblor de la piedad, como ocurre en la pieza dedicada al inolvidable poeta Diego Jesús Jiménez, titulada “Domingo
de septiembre”, poema de un tono agridulce, machadiano: “Bajo esos nombres/
respiraba la infancia, el sol dudoso, los broches/ familiares y la más fértil
tierra,/ ese lugar del mundo donde siempre estaremos.” (Pág. 36).
Junto a este homenaje, hay otros en el libro también muy
significativos dedicados al escritor Vázquez
Montalbán y al poeta Juan Gelman,
aunque menos emotivos que el homenajea a Diego Jesús. Por otro lado, también
aparecen versos de aire más combativo que, sin pretender ajustar cuentas con la
historia, sí nos dejan la luz de un rasguño tembloroso en las telas del alma,
un pellizco emocionado, libre ya de penumbras, en mitad del corazón: “...en el
aire se respira el temblor/ de quienes vivieron poco y sufrieron lo indecible/ junto
a los muros de la desvergüenza” (Pág. 33), versos extraídos del poema titulado “Campos
de trabajo. Las huellas” (Sierra Norte de Madrid). Finalmente, el lector, aunque
parezca paradójico, siente un suave calor mientras deambula entre los versos de
este libro que evoca el frío de la posguerra, pero que, sin embargo, gracias a
la magia de su autor, nos sitúa junto a las esquinas de un verano infinito y
azul, ubicado en los barrios periféricos de una ciudad fugitiva que es de
todos, pues evoca la infancia feliz de los humildes, aquellos que vimos el
temblor de la posguerra sentarse en las grietas de nuestra incertidumbre, entre
los desconchones de nuestro corazón.
Fugitiva ciudad / Manuel Rico. Edita: Hiperión. Madrid,
2012.
Publicada en Cuadernos del Sur DIARIO CÓRDOBA Sábado, 9 de febrero del 2013