sábado, 9 de febrero de 2013

Las esquinas del verano

Por Alejandro López Andrada
 Crítica a Fugitiva ciudad 


 
No hay mejor motivo de inspiración para un poeta que el paso del tiempo. Los mejores poemarios, por regla general, aquellos que no pisará nunca el olvido, fueron concebidos  desde la limpia perspectiva que este asunto esencial ofrece al escritor, por eso seguimos acudiendo a Antonio Machado, a Fray Luis de León, o Jorge Manrique, voces clásicas cuyo mensaje no pasará de moda, porque en el corazón febril del tiempo cabe la luz y, a la vez, la oscuridad. Enlazando con esto, el poemario de Manuel Rico, Fugitiva ciudad, es un tratado de horas agridulces alimentadas por una hermosa luz, la que cubre al poeta que mira al pasado sin rencor porque sabe que en el ayer habitan voces segadas por la barbarie y por el miedo, pero, en cambio, también hay lugares recorridos por un halo emotivo de ternura y honradez.  Si hubiéramos de calificar la obra poética y, también, narrativa, y ensayística,  de Manuel Rico, ante todo diríamos que es limpia y singular. Hay en sus poemarios una hondura extraordinaria que penetra en los recovecos del alma humana y en los ambientes urbanos, o suburbanos, donde se ayuntan la rebeldía y la lucha por la búsqueda de una sociedad más justa, una realidad más noble y habitable, alejada del capitalismo vergonzante que sigue descabezando nuestra historia, convirtiendo el mundo en un vertedero atroz. No queremos decir con esto, de ningún modo, que la obra literaria de Manuel Rico, y aún mucho menos su poesía, se mueva  exclusivamente en torno al parámetro  social, sino que bajo su hermosa arquitectura siempre fluye ese aliento rebelde, heterodoxo, que concede a su obra una pátina agradable donde se abrazan la lucha y el amor. Autor de poemarios extraordinarios como, por ejemplo, La densidad de los espejos (Premio Hispanoamericano Juan Ramón Jiménez 1997) o Donde nunca hubo ángeles (Visor, 2003), y de novelas exactas, memorables, como Trenes en la niebla (Espasa, 2005) Manuel Rico (Madrid, 1952) es uno de los escritores españoles que mejor ha sabido expresar esa cálida e íntima desolación urbana que, en los últimos años de una posguerra agonizante, cubría las ciudades de una pátina plomiza que, no obstante, encerraba un tono tierno y agridulce que aquí en Fugitiva ciudad, Premio Internacional Miguel Hernández, nuevo poemario del autor, es visible en algunas piezas muy logradas, como la titulada El barrio que fue mío, donde destacan  versos como éstos: “Aquí en esta tierra de palabras y dudas/ de tiempos asustados por el límite,/ vuelve lento aquel barrio/ del niño que creíste inamovible y tuyo:/ tiendas de coloniales, fruterías...” (Pág. 64). Y unos versos más adelante, Rico nos muestra cómo el paso del tiempo y el de las máquinas acaban destrozando, deshaciendo ese armónico trozo, humilde y pobre, de una niñez urbana atravesada, en la densa penumbra de la historia, por un corcel de luz, una tierna y galopante claridad que adquiría sentido en la dignidad de la escasez.

Dividido en cinco apartados, o bloques, el poemario es un círculo espléndido de emociones, una rueda gozosa que avanza desde la primera parte, titulada “De los barrios inciertos”, en la que burbujean los murmullos vecinales, las ropas tendidas al sol y el rumor de los tranvías atardeciendo, hasta la última, titulada “Donde agonizan los deseos” (compuesta por un excelente puñado de sonetos), describiendo una órbita, un itinerario sentimental de un profundo calado lírico. Así hallamos poemas de una zozobra existencial que conmueven al mismo tiempo que relajan por el tono humano y cordial que encierran dentro: “...Años de ensoñación y de refugio,/ de nieve tinta en óxido, de cuerdas escondidas/ en portales en sombra donde nunca hubo ángeles, donde sólo/ helados vigilantes aguardaban...” (Pag. 31). A veces, como ocurre en los anteriores versos y en otros muchos de este espléndido poemario, la desolación acaba volviéndose ternura, nostalgia de un tiempo duro, hosco y gris, que, no obstante, reviste de lírica alegría, de brumosa nostalgia, el temblor de la piedad, como ocurre en la pieza dedicada al inolvidable poeta Diego Jesús Jiménez, titulada “Domingo de septiembre”, poema de un tono agridulce, machadiano: “Bajo esos nombres/ respiraba la infancia, el sol dudoso, los broches/ familiares y la más fértil tierra,/ ese lugar del mundo donde siempre estaremos.” (Pág. 36).

Junto a este homenaje, hay otros en el libro también muy significativos dedicados al escritor Vázquez Montalbán y al poeta Juan Gelman, aunque menos emotivos que el homenajea a Diego Jesús. Por otro lado, también aparecen versos de aire más combativo que, sin pretender ajustar cuentas con la historia, sí nos dejan la luz de un rasguño tembloroso en las telas del alma, un pellizco emocionado, libre ya de penumbras, en mitad del corazón: “...en el aire se respira el temblor/ de quienes vivieron poco y sufrieron lo indecible/ junto a los muros de la desvergüenza” (Pág. 33), versos extraídos del poema titulado “Campos de trabajo. Las huellas” (Sierra Norte de Madrid). Finalmente, el lector, aunque parezca paradójico, siente un suave calor mientras deambula entre los versos de este libro que evoca el frío de la posguerra, pero que, sin embargo, gracias a la magia de su autor, nos sitúa junto a las esquinas de un verano infinito y azul, ubicado en los barrios periféricos de una ciudad fugitiva que es de todos, pues evoca la infancia feliz de los humildes, aquellos que vimos el temblor de la posguerra sentarse en las grietas de nuestra incertidumbre, entre los desconchones de nuestro corazón.
Fugitiva ciudad / Manuel Rico. Edita: Hiperión. Madrid, 2012.
Publicada en Cuadernos del Sur DIARIO CÓRDOBA  Sábado, 9 de febrero del 2013