miércoles, 9 de febrero de 2022

Sobre "Cuaderno de historia", de Manuel Rico

El texto que se publica a continuación es la crítica que en octubre de 2021 se publicó en la revista Nayagua, del Centro de Poesía José Hierro.

Alberto García Teresa

Certero en su formulación, el título del más reciente poemario de Manuel Rico (Madrid, 1952) nos sitúa en las coordenadas que vertebran todo el volu­men: la historia como relato colectivo, pero orientado desde la subjetividad (de ahí la minúscula) y desde la humildad de quien reconoce la complejidad de la realidad (lejos de absolutismos), así como la vinculación con la expe­riencia y la reflexión no sistemática (alrededor del concepto de cuaderno de anotaciones). Sin jugar a los enigmas, el propio autor nos aclara esta orienta­ción en el epílogo de la obra. Por un lado, señala que el trabajo con estos ma­teriales se inició en 2009 y que ha tardado una década en concluirlo. Afirma que se trató de un cuaderno que se inició con el poema «Calle Canal de Mo­zambique, 1963», en referencia al lugar donde creció, y el cual marca a la per­fección el sentido de todo este ejercicio poético. De esta manera, Cuaderno de historia recoge un conjunto de poemas que basculan sobre la experien­cia personal, pero atendiendo al entorno que lo rodea, tratando de conjugar la tensión de la vivencia en el presente, el magnetismo deformador del re­cuerdo y la conciencia (con cierta angustia) del paso del tiempo.


El lienzo "El abrazo", de Genovés, símbolo de cierta memoria de Rico 

Con el recuerdo se teje una atmósfera cálida, nostálgica, que acolcha y dulcifica los problemas y los conflictos vividos. El poeta emplea un registro narrativo que recupera estados de ánimo a través de la evocación, generada por los objetos o los espacios que observa. Con ello, Rico sabe ofrecer las pin­celadas exactas para, con una imperceptible precisión, detallar las escenas con unos pocos elementos.

Con el recuerdo se teje una atmósfera cálida, nostálgica, que acolcha y dulcifica los problemas y los conflictos vividos. El poeta emplea un registro narrativo que recupera estados de ánimo a través de la evocación, generada por los objetos o los espacios que observa

Nos sitúa en la periferia o en las afueras de una ciudad de mediados del si­glo pasado. Precisamente, esa ubicación es la que ejerce como observador en este poemario: justo en el límite, en la frontera de los acontecimientos, para poder contemplarlos con perspectiva, pero sintiendo aún el leve oleaje de sus consecuencias. Esa acción de asomarse físicamente aparece reitera­damente a lo largo de estas páginas, especialmente a través de una ventana. En ese sentido, este elemento nos remite a la citada construcción del hogar como refugio, como espacio seguro, en parte ajeno al devenir de la vida por su propia reclusión. La vida, así, en verdad, bulle al aire libre. Se celebra con la algarabía de la inocencia y de la despreocupación. El «yo» poético, entonces, asiste como testigo en su resguardo físico al recuerdo o a los acontecimien­tos. Quizá esa distancia también sea fundamental para permitir la reflexión, la introspección y la maduración filosófica, de las que estas piezas dan fe de su evolución. De hecho, los libros y la escritura (puertas al saber y al desarrollo personal) aparecen como algo cotidiano en todos los momentos del recorrido vital que constituye Cuaderno de historia. En esa ambivalencia entre necesi­dad de soledad, cierta timidez y el deseo de celebrar la vida se articula la ten­sión de la sociabilidad del «yo» poético. A su «primera ventana», no en vano, dedica un emotivo texto en las páginas iniciales del libro. En esa observación, se atiende a los restos, a lo que no está (tanto personas como objetos),y se los honra con cariño y gratitud por haberle permitido vivir. Pues, en el fondo, se trata de una voz agradecida la de Cuaderno de historia, satisfecha aparente­mente con lo experimentado y con lo que se está dejando como legado. Ade­más, es fundamental la memoria sobre los objetos. Resulta particularmente interesante esa evocación porque el poeta proyecta vida sobre objetos inani­mados; el recuerdo mueve dichos objetos y los lleva a viajar en el tiempo. En ese sentido, se debe destacar que la mirada del yo se posa sobre los objetos de su alrededor. Cada uno de ellos forma parte de un pedazo de la historia perso­nal. Otras veces, cobran valor simbólica Reitero la habilidad de Rico en acer­tar con objetos que son símbolos de toda una época o de un estado anímico.

Se trata de una mirada detenida, atravesada por la melancolía y la nostal­gia. Esta última se desgarra una vez que se ve arrastrada por el dolor de las ausencias. Entre ellas, destaca la de la esposa. Con ella dialoga en estos tex­tos; la apela en sus versos en varios de los poemas.
 
A su vez, es interesante atender a los espacios que aparecen en estos poe­mas. Los elementos arquitectónicos son muy relevantes para construir y diri­gir la mirada que posibilita la concepción del poema. Aparecen tanto espacios de intimidad y de recogimiento (la casa propia, en particular) como lugares públicos. En cuanto a los prime ros, como ya he apuntado, cabe señalar la ma­nera en la cual el hogar consta como espacio de protección: «en la casa / reside lo apacible». No existe una trasposición metafórica; la casa es el sitio donde todo está ordenado, en donde se garantiza el descanso ante el ajetreo y el bu­llicio de la vida y, cómo no, donde se permite el desarrollo intelectual La úl­tima sección del volumen, de hecho, está centrada en diferentes estancias de la casa y en la evocación nostálgica de lo sucedido en ellas.

En cuanto a los lugares públicos, la calle cobra importancia en tanto espa­cio donde suceden los acontecimientos y como elemento de cohesión social, de identidad de grupo: «La calle ha sido hogar para la historia / de los tuyos». En esa concreción, el autor no duda en nombrar calles y lugares específicos de la ciudad donde creció (Madrid). Así, ancla el recuerdo y lanza pequeños guiños de cómplice reconocimiento en el lector. Los paisajes urbanos que retrata dan también la sensación de soledad y de lejanía. Rico construye un distanciamiento que se basa en el efecto del recuerdo y también en la posi­ción del observador. Todo parece tamizado, como cubierto de una pátina de distancia que ralentiza la acción y permite sumergirse en las atmósferas. El autor se demora en lo apacible de lo recordado.

Rico utiliza un tono contenido, pausado, quizá sobrecogido por la concien­cia del paso del tiempo. Posiblemente, ocurre así porque reconoce la irrelevancia de muchos acontecimientos de su trayectoria, o porque reorganiza los valores o los parámetros para evaluar su relevancia y encuentra, final­mente, carencias irremediables. Aunque no se trata de un ejercicio de balance trazado por el arrepentimiento. Se trata de un pretérito imperfecto; un pasado que deja sus huellas en el presente. La voz de Manuel Rico se de­tiene sobre el discurrir imparable del tiempo. Mira, recuerda, evoca y hace balance. De hecho, «memoria» es una de las palabras más repetidas en estas páginas. La escritura posibilita esa reflexión. El autor consigue un registro fluido, acorde con la placidez del recuerdo, aunque introduce algunos enca­balgamientos que agitan el ritmo. Las páginas de Cuaderno de historia van reflejando el paso a la madurez mediante la compresión de las implicacio­nes de la enfermedad y de la muerte. Los hijos aparecen como parte de un linaje, como prolongación de una historia con la singularidad del añadido de los hitos particulares. La historia no pertenece a uno exclusivamente, así. Además, se plasma de esta manera la familia como hilo en el tiempo, no tanto como identidad. Al respecto, se encuentran en estos poemas alusio­nes nebulosas a la vida familiar, al recuerdo de la madre y del padre, donde pesa cierto remordimiento. Sin embargo, con el padre, concretamente, en el presente, encuentra concomitancias consigo mismo. La vida familiar re­cogida se circunscribe a la vivencia como niño y luego como abuelo. En ese sentido, es relevante cómo la infancia constituye un elemento nuclear en la memoria y en la evocación. La connotación de ingenuidad y de ternura que despliega sirve para atenuar la dureza de los tiempos vividos.
 
A partir de ahí, reitera la relevancia de asumir la subjetividad del relato, de la historia personal, aunque esté interconectada con la de los demás: «Es su historia: una imagen deforme de la tuya». Habla desde una conciencia ge­neracional, pero sin disolver la individualidad. Su recuerdo sentimental re­construye una época. Accedemos a la Historia desde su subjetividad. Pero, otra vez, son los objetos los que sirven de nexo objetivo, material, entre todos esos puntos de vista y de amarre en la elucubración o la deriva de la memo­ria («y el desván / que guarda los juguetes y otra parte / de su historia. / Y de la tuya»). Con todo, la vida se vive en relación con los otros. La memoria se intensifica con el recuerdo de las otras personas con quienes se compartie­ron los lugares y las experiencias recogidas.
 
Por otro lado, el escritor expresa la necesidad de la memoria histórica y arre­mete contra «quienes sembraron capas de desmemoria / sobre las cuestas y las fuentes». De este modo, deja constancia de la dictadura en la que vive su infancia y su niñez, así como de las diferencias sociales, que aparecen refleja­das mediante esos elementos urbanísticos y arquitectónicos tan significativos: «Una acera / puede conducir al inferno de los abandonados / o llenarte de sue­ños hechos de escaparates y maniquíes». A pesar de la represión y las prohibi­ciones, a pesar de vivir en un «mundo insuficiente», sigue creciendo el deseo y la inquietud vital e intelectual en el yo poético. En especial, recuerda el im­pulso de la juventud. Aun así, debe indicarse que su mirada nostálgica idealiza pasajes y momentos de esas experiencias transcurridas en un entorno hostil.
 
Por otra parte, debo hablar de un texto en concreto que, como reconoce el propio Rico, desborda los parámetros de este poemario. Se trata de «Encie­rro y soledad», el cual, como Rico indica al reconocerlo como un anexo al li­bro, fue escrito con la obra ya concluida (y en pleno proceso de evaluación por parte del editor). Sin embargo, por sus características, se trata de un ex­celente epílogo (aunque está situado al final del preámbulo) a Cuaderno de historia. Habla del confinamiento obligatorio durante la pandemia de la COVID 19, y constituye el poema más desolador del conjunto. En esos versos, la mirada contemplativa de Rico se tensa al mismo tiempo que es agujerada por el dolor del contexto de la pandemia. La soledad se acentúa y se dispara la nostalgia y, explícitamente, la labor de la memoria.
 
Finalmente, uno de los últimos tramos del libro está dedicado a la muerte (o a la noticia de la muerte, a cómo el autor se enteró de ello) de varias figu­ras culturales de referencia para él, especialmente poetas. En esas páginas, se acrecienta la melancolía y la conciencia de la fínitud de otros pasajes del libro.
 
Con todo ello, Manuel Rico comparte un laborioso trabajo de memoria que abre reflexiones, desde la nostalgia y con la apesadumbrada sabiduría de la experiencia, sobre nuestro lugar en el mundo.

Publicado en Nayagua de Octubre de 2021

miércoles, 18 de noviembre de 2020

Manuel Rico. "Tiempo salvado del tiempo". Antología 1980 - 2018- El Sastre de Apollinaire. Por CARLOS ALCORTA

Crítica, publicada el pasado 13 de noviembre de 2020, en El Diario Montañés, sobre la antología Tiempo salvado del tiempo.

Carlos Alcorta

El propio titulo de esta selección de poemas de Manuel Rico, Tiempo salvado al tiempo,  nos ofrece una pista determinante para adentrarnos en las claves de su poética. La poesía es, en un evidente guiño machadiano, «tiempo salvado del tiempo», peo es algo más, es «tiempo salvado de la muerte, emoción en estado de lenguaje, arte que nos ayuda a vivir, a entendernos y a indagar en las zonas ocultas de la realidad y no por ello inexistentes». Manuel Rico (Madrid, 1952) sabe bien de lo que habla porque ha reflexionado en numerosas ocasione sobre qué es y qué no es la poesía, y lo ha hecho desde el propio poema —ha escrito muchos poemas de carácter metapoético— y desde su labor como crítico literario en suplementos —Babelia, por ejemplo— y en revistas especializadas —entre otras, Cuadernos Hispanoamericanos, Turia, Ínsula o Revista de Libros—, y esta familiaridad con la poesía ajena es lo que le permite analizar la suya con minuciosidad y una admirable ecuanimidad, que luego diseccionaremos.

Tiempo salvado del tiempo recoge poemas de todos sus libros publicados (más un par de inéditos), aunque no todos los títulos gozan de la misma repercusión,. Así, de su primer libro, Poco importa romper con la alondras (1980), solo se recoge un poema y, por las palabras del propio poeta, entendemos que muy corregido. Tanto del que se puede considerar su primer libro, El vuelo liberado (1986), como de Papeles inciertos (1990), de El muro transparente (1992) y de Quebrada luz se recogen entre tres y cuatro poemas. A medida que nos acercamos temporalmente al momento actual, la selección es más generosa, lo que, a vuelo de pájaro, nos sugiere que el autor se reconoce con mayor nitidez en los poemas más recientes que en los antiguos, algo, por otra parte, del todo comprensible, quizá porque el retrato que perfilan sus versos se asemeja más a el hombre curtido, pero tierno y experimentado, al hombre vitalista aunque escéptico que ahora es que a aquel joven al que movía una cierta ingenuidad epocal y un convencimiento pleno en el ser humano como sujeto capaz de transformar la historia. Por supuesto, basta leer algunos de sus poemas últimos —estoy pensando en títulos como «Madrid, 11 de marzo» o «En la calle»— para verificar que su posicionamiento ideológico, sus convicciones son tan firmes como en su juventud, si no más, porque la ciudad —la poesía de Manuel Rico es eminentemente urbana, pero no de los barrios del centro, sino de la periferia, esa que iguala las ciudades del llamado primer mundo— a la que regresa «tantos años después; la de los clavos y el silencio, la de los sanatorios / de pobres y de las clínicas para elegidos, / la de los inviernos con bufandas ineficaces», no ha cambiado demasiado, como podemos comprobar diariamente en las noticias: «A una edad más tardía la calle me devuelve mi ciudad de muchacho», dice el verso final.

La poesía de Manuel Rico cuenta historias, recrea instantes del pasado, «aloja una memoria poética —son palabras de Fanny Rubio, la autora del prólogo— en su doble función presidida por un lenguaje narrativo que aporta realidad exterior, relativa a lugares y seres imborrables de su biografía, y realidad imaginaria, que remite a su tiempo personal y a su mundo de imágenes borrosas que le llegan del fondo del espejo de la infancia», un lenguaje narrativo que opta por el versolibrismo, aunque en esta selección podamos leer algún que otro soneto, como fórmula para desvelar esas vinculaciones afectivas que le unen a su infancia y a su juventud, a sus padres, a familiares y amigos ya fallecidos —el poema «Elegía», de su último libro, “Los días extraños”, comienza con un verso que pone los pelos de punta: «A veces, es la muerte quien habla de nosotros».

Hemos mencionado algunas de las características de la poesía de Rico: la metapoesía —«¿A qué negar su condición de ensalmo fronterizo? / ¿A qué su vocación de pócima / que nace en la realidad y la destruye / para vivir en ella, transformada?», dice de la poesía—y la relectura de la infancia, pero hay otras no menos importantes, como son la conciencia del tiempo histórico que le ha tocado vivir, muy presente desde sus primeros libros y especialmente significativa en el libro “Donde nunca hubo ángeles” (2003) —léanse como muestras los poemas «1981. Veintitrés, febrero» y «Contacto en la M-30»—, el gusto por la adjetivación como forma de exprimir los detalles de la experiencia compartida y el confesionalismo autobiográfico, el intimismo, eso sí, en Rico lo íntimo siempre está trufado de historia, algo que apreciamos en poemas como «Mejores que nosotros», un emotivo homenaje a sus compañeras de viaje, o el no menos emotivo «Otoño en Riaza», en el que recuerda a través de una fotografía a antiguos amigos poetas —varios ya desaparecidos— que termina con otra de las características más acusadas de la poesía de Rico, la nostalgia, pero una nostalgia enriquecedora, creadora, no esterilizante: «Pero fuimos felices y hoy nos salva / esa imagen a cuatro, esa brizna de tiempo / de un otoño en Riaza, iluminando / de amarillos y ocres y pupilas sin sombra». A sus lectores, su poesía nos salva del olvido.

lunes, 30 de abril de 2018

Cuatro críticas a "La densidad de los espejos" tras su primera edición en 1997.

Cuatro críticas a La densidad de los espejos en su primera edición: Salustiano Martín, Manuel López Azorín, Juan Manuel González y Antonio Garrido Moraga





Lucidez de la memoria

Por Salustiano Martín


Pocas veces, como en este libro, el poeta se enfrenta consigo mismo, con los recodos y caminos que lo han construido hasta éste que ahora toma recado de escribir para encon­trarse. Se siente abandonado por la energía que antaño puso en sus pa­sos, por la voluntad tozuda que bus­caba un horizonte menos innoble, por la seguridad ingenua que lo em­pujó cuando era joven. Se sabía de la estirpe de los expropiados y pensa­ba que sus manos debían contribuir al rescate: que el rescate era posible si todas las manos se juntaban para esa lucha. Ahora mira a su alrededor y no reconoce el paisaje; escucha las voces que le llegan y no entiende su sabor ni el ritmo que las sostiene.

El poeta se refugia entre las pa­redes que aún siente como suyas y los espejos le devuelven la imagen del que ahora es y no reconoce, en­tre la niebla de las horas perdidas y los accidentes del dolor. Se estudia en el espejo: a ver si puede salvarse de esta extrañeza absurda en que el presente se tambalea y parece que no haya futuro. La densidad de los es­pejos habla la verdad de su rostro, del brillo fácil en los ojos con que di­simula el abandono, de la difícil luz enquistada que dice de una sangre que ardía contra el miedo y la no­che. Ahí empieza a desgranar las pa­labras que lo escriben contra el de­sánimo y la huida. Ahí empiezan, implacables, los versos (hechos de gozo y sufrimiento, necesarios como la vida abandonada, piedras que restituyen el camino hacia un futu­ro que viene desde lejos) a recorrer el mapa obsceno de las añejas cica­trices que el espejo denuncia.



Manuel Rico lucha a contraco­rriente contra el olvido de las pu­jantes ilusiones que algún día nos sostuvieron contra la injusticia y ahora están siendo vendidas en cí­nica almoneda. Los trozos de ver­dad con que enuncia sus raíces de­be arrancarlos de entre los restos podridos de un naufragio del que las ratas huyeron ya. Escarba sin piedad (acaso, sí, con una nostalgia inopinada de la esperanza que debe sobrevivir a todas las derrotas) en los pliegues sebosos con que un pre­sente sin memoria esconde la uni­versal prostitución de las palabras. Busca hacia adentro, hacia la sangre que lo ha sostenido, hacia la luz ino­cente que lo iluminaba antaño y que fue sepultada por una oscura de­cepción. Emprende el rescate de otra voz, la que dice del desgaste de la esperanza, de la ruina de los sueños, de la quiebra implacable de la vo­luntad. Emprende el rescate del que fue y, tal vez, ahora podría seguir siendo, una vez ejecutado el desnu­damiento y la redención.

Por dónde empezar la recupera­ción de aquella otra vida, ahora que ésta se ha detenido en un espacio frío y muerto en que no se reconoce. Hacia atrás: en la existencia y en la historia. La clase de los expropiados arrojada a un barrio sin nombre en que sostener el orgullo de no ser de los otros. El padre que le abría los ojos y las manos hacia una vida que podía ser feliz a pesar del silencio y la oscuridad. Los libros que habla­ban los caminos de la lucha y el en­tendimiento secuestrado por los amos de la cultura. El amor vivido a duras penas entre miradas de temor y deseo, y hoscas reconvenciones. Los días de la nueva primavera en que todo lo hermoso deseado pare­ció que podía suceder y luego nada sucedió sino el dolor de la muerte del padre y la destrucción de los sueños (o eso creyó el poeta, aunque sólo era un muro estéril el que caía en la ajena ciudad del norte). El nue­vo tiempo (no distinto del viejo) en que la expropiación continuaba y to­dos los caminos parecían cerrados para siempre. Este tiempo feroz en que nos encontramos.

El poeta, desprendido de añejas ilusiones, se guarece de la lluvia que lo azota en la casa de campo que su padre construyera: refugio contra el frío de la derrota, atalaya que custo­dia «los restos/ de un universo ro­to», «vestigios de gestos y palabras/ que hoy sientes inquilinos/ de un tiempo que creíste perdido para siempre». En esos últimos versos de este intenso y melancólico monólo­go, en este último «estado de con­ciencia» en que concluye la búsque­da de la luz sepultada por ajenos estigmas, se esconde la postrera vic­toria del poeta. Todo habría sido en vano: las luchas que lo precedieron, el padre levantando la esperanza so­bre sus cabezas, la claridad que al­guna vez brilló en los ojos del joven, la miseria con que lidió, todo el pa­decimiento soportado, todos los muertos. Habría sido en vano si el poeta aceptara ahora el discurso de los que pregonan que la historia ha terminado y que todos tendremos que pasar por las horcas caudinas del sometimiento. Por el contrario, el poeta, desde la renacida casa del padre, sigue siendo el que era.

Este hermoso libro, de palabras exactas y afiladas, levantado con densos versos libres, de ritmo me­lancólico y reflexivo, que no conce­de nada al pensamiento débil o a la vergonzosa retirada, que avanza desde la memoria hacia el (recono­cimiento con su ejemplar sabiduría técnica, su lucidez sin indulgencia y su moral a prueba de derrotas: este hermoso libro, digo, es una prueba de ello.

"Lucidez de la memoria" se publicó en el número 289 la revista Reseña. Madrid, 1996


La cicatriz

Por Antonio Garrido

Delante de la superficie pulida, en lo más profundo del hielo, del frío; en lo íntimo de no ver con la claridad supuesta el surco del tiempo en la máscara que se va dejando de reconocer. Desde el diálogo con el pasado que es presente, desde entender el verbo como implicación y explicación; desde la autenticidad no desmentida nacen los versos del último libro del madrileño.

Son cuatro las partes en que se divide el libro. Quiero destacar que esta disposición del texto no quita nada a una poderosa unidad esencial del mensaje. No estamos ante una unión de poemas heterogéneos. El lector se va a sumir en la complejidad de un mundo de referentes precisos como la noche en que llega el hombre a la luna, la del advenimiento de la democracia o la muerte del padre. Un reduccionismo miope distinguiría claramente entre lo externo y lo interno. Esto sería un gran error de interpretación por parte del crítico. La unidad íntima es un gran acierto de estos versos. El mundo es una vivencia, sus hechos se hacen sentimiento en el ritmo del verso y en la imagen.

La presencia del padre es una constante, un hilo conductor. Abril de 1979 y llega la libertad emocionada en el tono narrativo de la evocación: «Fue una primavera mejor de lo esperado./ Muchos años después, quizá una eternidad».

Las marcas temporales son precisas y al mismo tiempo quedan fuera del tiempo porque el gozo de la palabra recobrada después de décadas de miedo no se sitúa en una fecha aunque exista. La palabra es el fuego y el padre se asombra en el denso espejo de la fotografía. Ese tiempo detenido en la instantánea se abre al dolor de un junio elegiaco: «Fue en la noche, cuando huelen/ las madreselvas y los amantes buscan/ la oscuridad del descampado, las viejas estaciones solitarias». La muerte trae al espejo la imagen del frío y la ceniza de aquel terrible tiempo pasado. La muerte destruye la libertad recuperada y el espejo alcanza  la negrura que va asociada al sufrimiento. El recuerdo vuelve desde el amor que lo trae.


La ciudad es otro elemento importante. El primer poema de «Estados de conciencia» enfrenta al poeta con el presente de un paisaje urbano que no puede sentir como suyo. Nota en los ojos el brillo de «un resplandor molesto,/ una luz mate de tiempo clausurado». Evoca al muchacho que se detenía en la exploración de los rostros de los desconocidos, evoca el tedio, el gris como pintura de todas las cosas, pero también la ciudad era el futuro y la sede de los sueños.

El libro es un excelente itinerario que recupera lo interiorizado en la vivencia de un ayer y un antes que es hoy y ahora. La seguridad, la certidumbre de concretos principios y políticos qué es frente a la muerte. Versos de consciente desesperanza, pero que no son exactamente desencanto; es mucho más, es la parada obligada para tomar aliento y andar la última etapa sin dejar de saber en lo íntimo que la primera aún está intacta, pese a todo, en la evocación de las alondras y que la dignidad de los principios permanece. Sé que existe «un pájaro de la decepción», pero el tono general del libro mantiene la constante de la dignidad esencial de la vida evocada como un valor indiscutible pese al tono elegíaco. Esta atmósfera es uno de los mayores aciertos de un texto lleno de calidades.
La casa de campo es, quizá, el lugar preferido para vivir esa serenidad; mejor, ese equilibrio un punto escéptico ya. Con su presencia se cierra un texto que me ha sido muy cercano.

"La cicatriz" apareció en el suplemento cultural del diaro SUR, de Málaga  
del 18 de octubre de 1997


La densidad de los espejos


Por Juan Manuel González



Pocos recintos son tan evocadores para un poeta, para un recreador de lo sensible, como aquellos que se cobijan en el interior –siempre :reconocible-- y a la vez desconocido- de los espejos. Al asomarse al propio interior a través de esa superficie inexistente y real del espejo el poeta se contempla en una sola mirada a si mismo, a su interior^ y al de los demás que tienen sentido para él, y contempla también paisajes, el temblor de las emociones, los perfiles de seres ya inalcanzables el destello y la fugacidad de luces calientes y visibles pero imposibles de atrapar.

Consciente de todo esto, Manuel Rico se atreve en sus dos últimos poemarios, La densidad de los espejos y Quebrada luz, a penetrar en ese juego de claroscuros y reflejos que conlleva la observación del propio itinerario en el relumbre de la memoria.



La densidad de los espejos viene a ser un análisis personal y existencial de un tiempo que, no por ser mitad soñado, mitad vivido, deja de ser histórico. Un tiempo de grisuras y derrotas en el que el poeta se reconoce como una silueta recortada y opaca en medio de una imprevista feria de vanidades, quilombos y trapicheos. Es en ese marco, tan poco proclive a lo noble y épico donde paradójicamente Rico entremezcla-vivencias, hechos y sensaciones para, por un lado, dibujar -y recordar la propia senda--, y por otro, comprender que los ideales son la única posibilidad de zafarse del gris y de la muerte en vida. Salvado pues por el maridaje de la memoria y el sueño dentro de los espejos, e intuyendo que algunas cicatrices -al margen de cualquier terapia- se hunden cada día un poco más sin desaparecer, el poeta decide transmitir lo vivido y soñado a los lectores para que estos -se identifiquen o no con su misiva- puedan también vivirlo y soñarlo. Esa decisión no es fácil, ni poética ni vitalmente, pero Rico la plasma primero en La densidad de los espejos y luego -con mayor inti-mismo y elevación- en Quebrada luz. En ambos poemarios hay técnicas de flash-back -quizás inconscientes-, y en ambos se trabaja sobre la percepción individual de pasiones y sentimientos a la postre colectivos. Para Manuel Rico hay, sin embargo, estéticas preferidas, sobre todo la ciudad, decrepita y dura, industrial y abocada a la noche, el óxido y las factorías, el sur, identificado un poco reiteradamente con lo agraviado, dolorido y en potencia insurgente, la guerra sólo como cauce .de destrucción "perse", y el amor basado en la fidelidad a dos, posibilidad tan entrañable como etérea. El lector, aún sin compartir tales estéticas, se sumerge enseguida en la sinceridad y la fuerza de los versos de estos dos poemarios, en su Valoración de los desgarros de lo cotidiano, en la pulcritud de los planteamientos existenciales que albergan. Una pulcritud que se paladea en poemas como "Ciudad y noche". "Mañanas de ceniza", "Imagen de Sarajevo". "Estados de conciencia (I)", "Donde irrumpe la tarde: en la ventana", "Nunca fue intacta, pura"  y" Noticia del mar". Una poesía, en definitiva, aprehensible y limpia, sabedora de que "Siempre acecha esa luz que no prescribe".

Esta crítica de Juan Manuel González apareció en Cuadernos del Sur, 
diario Córdoba. Febrero 1998.

Apariencia de vida



Por Manuel López Azorín


La densidad de los espejos, sexta entrega poética de Manuel Rico, que ha sido galardonada con el Premio Hispanoamericano de poesía Juan Ramón Jiménez, es una reflexión existencial, personal y colectiva, sobre un tiempo histórico. Y la memoria ofrece, de un tiempo de sueños y derrotas, una «aparien­cia de vida» de lo vivido y lo soñado.

Los espejos son, en su densidad, el reflejo de lo que fue, de lo que pudo haber sido, de lo que nunca fue, de lo que podría ser. En ellos se refleja el tiempo, ejercen un magne­tismo de misterio y asombro, de re­beldía y de tristeza, de nostalgia y de rechazo y la memoria trastoca las imágenes acomodándolas -en un proceso de datos y hechos selectiva­mente entremezclados- a una «reali­dad» soñada, vivida, con mezcla de sueño y de verdad, de verdad no cumplida o, al menos, no cumplida del todo. Se funden, se confunden y forman esa «otra realidad», esa «apariencia de vida» (que es la vida misma; ahora, por la magia de la pa­labra -el tiempo en la palabra o "la palabra en el tiempo» que diría Machado- del lenguaje, de lo que precisa la vida para "ser poesía como dijera Salinas: «sonido y sentido») que en aquel tiempo no existía: «Era entonces/ el tiempo de la niebla y tú. eras otro,/ y tal vez los espejos no existían» .

Ejercicio de reflexión ante una verdad inasumible que destierra al espejo, la imagen y todo lo que esa imagen del tiempo le acerca a través de él, de ellos. Cuando la vida mira hacia atrás, cuando se detiene -José Hierro lo dice muy bien-: «Se escribe lo pasa­do y lo imposible/ para que los demás vivan aquello/ que ya vivió (o que no vivió) el poeta».



A través de los espejos se mues­tra un tiempo gris, con un gobierno gris, donde la única posibilidad de escapar está en el sueño y en la re­beldía silenciosa y activa. Nos mues­tra un tiempo de huelga, de muerte en blanco y negro, de mirada que cuide la oscuridad, un tiempo de lecturas ocultas, de huidas, de mu­danzas, de músicas y látigos, de som­bra. Un tiempo de instantáneas, fla­shes que, sin cronología, van y vienen para mostrarnos estados de ánimo, destellos de amargura, restos de in­suficiencia y aspirinas, cicatrices... y la figura del padre en toda la densi­dad de los espejos absolutamente significativa... Siempre presente-au­sente (con la presencia ausencia de la fotografía del recuerdo y la vida). Muestra este libro una manera de vivir, entremezclando la historia, los sentimientos, las emociones, el tiempo histórico real y, como vía de escape siempre, la imaginación, el sueño frente a lo imposible, para tratar de lograr «lo imposible».

Libro testimonial que hace posi­ble esta «nueva apariencia de vida» para convertirla en esa -otra reali­dad» (que le sirve al poeta como vía de salvación, para seguir habitando, soñando, esta vida, buscando eso que llamamos felicidad o estado de perfección, es decir: tratando de lo­grar «lo imposible») que pueda ser­vir a los lectores para identificarse con un tiempo común, tiempo gris, tiempo de «látigo y rezo obligato­rio», un tiempo y unas emociones que le sirven al poeta para sacar los demonios fuera, para salir de los es­pejos y seguir, continuar la búsque­da -ya sin destellos del pasado amar­go, sombrío- porque esa otra rea­lidad» -la magia del lenguaje poéti­co- se ha convertido en misterio de sonido y sentido y palabra en el tiem­po.

La cita de Edgar Lee Master en la última parte del libro, titulada «Estados de Conciencia», es definitoria: «Hacia dónde me llevas...» «...hacia las praderas donde vive el sueño». El tiempo que anduvo per­dido entre la lluvia, que rompió con las alondras, cuando en 1980 inició su andadura poética Manuel Rico, continúa -con una voz más personal que en aquellos miméticos inicios propios del aprendizaje -por el mis­mo camino- con la idea primigenia de primar el contenido sin obviar el continente hacia donde vive el sue­ño y lo hace sin negarnos nada, dán­dolo todo en él: tiempo, memoria, sentimientos... “Fue en el hombro del joven/ donde buscó la mano de aquel viejo/ la caricia negada tantas veces». Desterrar los espejos no es posible; pero la vida muestra, puede mostrar, las cicatrices bien cosidas, curadas, archivadas para siempre en el papel y la memoria «quizá la salva­ción viva en el sueño», en la espe­ranza, en otra imagen de niño pro­longada, en una flor con nombre de mujer, quizá la salvación viva con no­sotros o esté en saber «que la exis­tencia es propiedad del aire,/ y que escuece y que mana» o tal vez pueda ser enfrentarse, sin bajar la mirada, a ese espejo de misterio y asombro, de realidad y deseo, en una presen­cia-ausencia de la memoria-tiempo» ...que a veces se hace nube dando «apa­riencia de vida» a lo que «... vivió (o que no vivió) el poeta» ... para que los otros, los lectores, puedan vivirla.

"Apariencia de vida" se publicó en la revista Turia, en el número 42. Teruel, 1997

miércoles, 4 de enero de 2017

En la extrañeza del día / Sobre "Los días extraños". Por Marta López Vilar

Marta López Vilar escribe, en la revista Turia, una crítica sobre mi último libro de poemas, Los días extraños. Aunque la revista acaba de publicarse, se trata del número 120, correspondiente a noviembre de 2016.


Escribir es, inevitablemente, una manera de regreso. Decía el poeta alemán Novalis que había que regresar al alma como a una patria antigua. Una patria anti­gua que siempre va con nosotros y nos recuerda. Y algo así ocurre en este último libro del poeta madrile­ño Manuel Rico (1952): Los días ex­traños. Recordé esas palabras de No­valis porque este libro se inicia con un viaje que es regreso, introspec­ción de los días que son vida y radio­grafía exacta de la memoria y la identidad. Incluso las partes en las que está dividido el libro nos dice mucho de las paradas, de los apea­deros y estaciones que hay en estas páginas: «Los días extraños», «Noti­cia del otoño», «Retornos» y «De la vida y su espuma». Comienza en esa sorpresa que da la lejanía en la extrañeza: el eco que nos llama por nuestro nombre, continúa en ese aviso del otoño -el lugar y el tiempo donde habitan las cosas que acaban y esperan despedirse de nosotros-, siguen los retornos a las habitacio­nes intactas de la memoria, a las vo­ces, al olor de las cosas y acaba el libro con esa vida que, como la espuma, es frágil y ligera, pero profunda co­mo una huella. 

Comienza el libro: «En la tarde y sus grietas, con tu historia / de ad­versa devoción, de mundos comparti­dos, sientes / que es preciso volverse y respirar, / inventar la mirada que in­daga tierra adentro, / restaurar el re­fugio y las estancias / donde viviste, quizás lloraste y tuviste descendencia /más allá de las tardes con otros y del aire / de quienes fuisteis parte de un tiempo en mutación, / parte de un tiempo». Esa voz que se da la vuelta y, de repente, regresa a los rincones del corazón que la han estado aguar­dando como un ejercicio de amor en el tiempo que muestra sus grietas y sus heridas. Es este libro, ya desde estos primeros versos, una invitación ho­nesta a mostrar la belleza de lo ido, de lo que nos pertenece y nos ha hecho con lentitud y paciencia, con dolor e integridad. Y no es fácil poder mostrar esa honestidad de manera tan equili­brada y justa, con ese hilo emotivo que horada sin darnos cuenta. Porque en estas páginas hay historia de to­dos, historia vivida y no vivida que nos ha hecho porque nos estaba espe­rando, intacta, a veces muy cruel: «Vuelves desde otros años. / El pa­dre, entonces, era compañía / y era seca ternura, saldaba deudas de viajes aplazados / y sueños quebradizos. Mi­rábamos, / con ojos forasteros, /el reverso del agua, las aldeas con vida / que hoy contemplo con luz muy dife­rente». Esa palabra, entonces, marca siempre escisiones, y, sin embargo, nos hace volver al calor tierno del amor desde una luz tan distinta, de voz tan distinta. Ese entonces es un pre­térito que nos hace señas a través de fotografías, porque hay mucho de fo­tográfico en este libro. Y no sólo por la capacidad para captar el instante, la respiración que se queda suspendida. No es sólo por eso, sino porque son versos que permanecen y cambian continuamente, como las fotografías cuando se ven tras el paso a veces te­rrible del tiempo. Es la seña de la bue­na poesía: busca como un torrente de agua las grietas de nuestro propio corazón, cambiando el sentido de las palabras, su forma. Confieso que he leído varias veces este magnífico libro porque en mí generaba una extraña atracción, una atracción hacia unos días que no fueron los míos y, sin em­bargo, veía tan familiares: «Soy me­moria de viajes y reencuentros: / cam­pos entre la niebla cruzados por un tren / y viejas devociones soñadas en la voz y en la música / más joven». Esto es algo que siempre me ha acompañado cuando he leído los libros de Manuel Rico: Fugitiva ciudad, Monólogo del en­treacto, Donde nunca hubo ángeles...
"Es la seña de la bue­na poesía: busca como un torrente de agua las grietas de nuestro propio corazón, cambiando el sentido de las palabras, su forma."
En este poemario se habla sobre la restauración, sobre la curación del tiempo, sobre la recuperación de ros­tros, de cuerpos, de sí mismo. El poeta recupera la ciudad de su infancia y adolescencia, nos presenta aquella Es­paña gris del silencio y el miedo en el que aquél que escribe vivía y ahora re­construye. En este libro hay viajes, paseos, amor, personas queridas que de nuevo se convocan en la amistad y los afectos, en las huellas de aquello que poco a poco desaparece, en cada grieta de una casa, en cada huella. Hermosísimo el poema «Otoño en Riaza» que recoge los fragmentos de una risa rota, de unas presencias idas: «Es la imagen / de la vida que igno­raba la muerte, / es el tiempo todavía abarcable, / es la risa apenas agrie­tada, sin heridas aún / y sin ausen­cias». Y emociona, porque puede verse cómo este libro cuidará de las es­tancias del pasado, las mantendrá confortables, pero a veces con un do­lor a medias y con mucho aprendizaje de vida. Porque volver también nos convierte en felicidad: nos ayuda a dar el último abrazo, a echar el último vis­tazo a la casa, a la calle, al lugar que es todo el tiempo. «Este lugar es todo el tiempo», decía el gran poeta Emilio Prados. Y este libro nos permite hacer lo que la vida no nos deja: saber que, aunque todo será último, sí podremos recordarlo para cuando lleguen esos días extraños de la memoria. Y quién no ha sentido eso alguna vez. Esta sen­sación de tenue melancolía, de reco­nocimiento y de encuentro inunda las páginas de este hermoso libro cons­truido de lucidez y verdad. Porque la afirmación de una historia, de un ha­ber sido, es la mejor y más clara manera de saber que aún seguimos siendo. Y esto late en el libro.

Acéqúense a este libro con el mis­mo sigilo con el que está escrito. Hay algo de nosotros en él, también de mucha verdad. Y nos espera.

Manuel Rico, Los días extraños, Granada, Val­paraíso, 2015

Crítica publicada en la revista Turia, nº 120. Teruel. Noviembre 2016

lunes, 1 de agosto de 2016

Intriga y memoria histórica. Sobre "Un extraño viajero". Por Luis Eduardo Siles

El pasado 18 de junio, en el suplemento cultural de El Norte de Castilla, La sombra del ciprés, Luis Eduardo Siles publicó la crítica que abajo se reproduce sobre Un extraño viajero

Un extraño viajero supone una rei­vindicación de la memoria históri­ca. Pero el libro es mucho más. Se trata de una sensacional historia de amor, de una novela sostenida con un pulso narrativo impecable, que tiene en la intriga, en el suspense, uno de sus princi­pales soportes. Lucía Olmedo, la protago­nista, arrastra la soledad de sus años de divorcio del en­torno en el que vive, un pue­blo perdido en la Sierra de Madrid en el que regenta un hotel rural, La Casona. 
El autor describe a Lucia según las características que «en tan­tas películas y novelas» se llama «una mujer madura», pero ese rasguño del tiempo «quedaba atenuado por el brillo de sus pupilas, siempre vivas y penetrantes, y por un cuerpo de formas todavía firmes y según decían sus amigas y algún amigo re­sidente en Brezo, apeteci­ble». Una noche de invier­no, entre semana, con el hotel deshabitado, llega Salto Hamzik. un serbio indocumentado y agotado, como venido de otro tiempo, que despierta en Lucia una sensación contradictoria de desconfianza y deseo, está a punto de avisar a la Guardia Civil, pero finalmente confía en él porque pa­recía un hombre can­sado, perdido, incapaz de hacerle daño a na­die». Tras algunos días de estancia del hombre en La Caso­na vivirán una noche de pasión y sexo que cambiará ra­dicalmente la vida de Lucía. Pero Salko desa­parece esa maña­na. Deja un resguar­do para recoger un ca­rrete de fotografías. Y a partir de ahí, las preocupaciones por la marcha del hotel, que constituían la única ocupación en la vida de la protagonista, pasan a un segundo plano, porque ella se lanza a una obsesiva indagación sobre oscuros elementos del pasado de la comarca, marcados por el azote de la dictadura, e incluso tendrá la sensación, y la vivirá intensamente, de haber irrumpido en «dimensiones desconocidas».
Manuel Rico construye en Un extraño viajero una novela que une el amor y el suspense con una investigación del pasado

Lucía investiga por amor, incluso con cierto fastidio a veces, pero los pasos que da resultarán decisivos para que la opinión pública conozca, sobre todo a través de una exposición fotográfica, los ex­cesos que la dictadura come­tió en la comarca. La presa la construyeron los perde­dores de la guerra. Las fotos que dejó el extranjero reflejaban «rostros delgados, fa­mélicos. Cuerpos casi perdidos en ropas que a Lucia le parecieron desmesuradas. Duros primeros planos de seres anónimos de rasgos como esculpidos con cortafríos sobre una piedra imaginaria. Ojos entre el asombro y el abatimiento. Som­bras de árboles desnudos, esqueletos de oscuridad sobre un fondo demasiado claro, sombras humanas caminando en fila, sombras». Lucia descubre, a través de las personas con las que habla du­rante su investigación, la si­militud entre determinadas actuaciones que se dieron durante la dictadura y las que se practicaron en los campos de concentración nazis: «Hubo una cámara que estuvo aquí y trabajó de incógnito para acumular pruebas de que había una relación muy directa entre determinadas prácticas del franquismo y las que se dieron en los campos nazis». En Un extraño viajero hay, pues, una historia de amor, una profundización en la memoria históri­ca, y todo ello está en­vuelto en una atmósfera de suspense, pero se trata sobre todo de un libro magníficamente escrito, que transmite constantemente el placer de leer. Ha obtenido el IX Premio de Logro­ño de Novela. Manuel Rico (Madrid, 1952) es un consumado crítico literario. un reconocido poeta, y ha publicado varias novelas, como la colosal La mujer muerta. Un extraño viajero, cuya acción transcurre entre los años 2005 y 2006, en los que se impulsó la memoria histórica, está lleno de referencias literarias. Lucia está leyendo -y avanza muy lentamente entre tantos avatares en su vida—  Matar a un ruiseñor, pero también se habla de Philip Roth, de Ro­bert Walser  o de Max Frisch entre otros muchos. Es una novela que transpira sentimientos, pero no hay ningún personaje negativo: lo malo son las zonas oscuras del pa­sado de este país. Tiene bue­nas intenciones. Francisco Umbral vino a decir que de los buenos sentimientos nun­ca salo una buena novela. Este caso supone una excepción a esa premisa umbraliana.  Un extraño viajero es una buena novela.

Publicado en El Norte de Castilla el 18 de junio de 2016. 



martes, 7 de junio de 2016

Vida tras la memoria. Sobre "Un extraño viajero". Por Aurelio Loureiro

En la revista Leer, en su número de Junio, Aurelio Loureiro, su director, dedica su sección "Vida y ficción" a la novela Un extraño viajero

La memoria, cuando no es esquiva, puede aportar mucho más de lo que se pretende de ella. Los meandros por los que discurre pueden revelar su esencia en el mismo territorio de la ficción, confundiendo ¡as prioridades a las que se enfrenta cualquier decisión, más si es de Índole histórica. La memoria histórica es la memoria forzada a una resolución equitativa. No admite veleidades, pues afecta a las emociones. Transcurre por un solo meandro de ese río incierto que es la vida: el de la justicia; palabra capaz de fundir lo sublime con lo rastrero. No obstante, la memoria histórica muchas veces precisa de un espacio imaginario donde se aclaren ciertas dudas, se reinventen personajes, se forjen contextos acogedores, se formulen nuevos caminos para llegar a donde se quiere, quizá a la realidad más descarnada. No hay memoria sin una dosis justa de ficción, que, a su vez, lima en muchos aspectos los desajustes de esa realidad que nunca se mantiene quieta.

Manuel Rico es un escritor seguro de dónde quiere llegar con sus indagaciones literarias, así como los riesgos y trampas con los que se va a encontrar desde la primera palabra. Tiene los pies en los asuntos que nos competen a todos, en la suerte de todos los días, pero es consciente de que esa realidad, lo cotidiano convertido en paradigma, puede conducirlo a parajes extraordinarios, sorpresas ineludibles y verdades asombrosas que distan mucho de los planteamientos primigenios; aunque los complemente e ilumine.

El asunto, en este caso, es la memoria histórica; si bien, como suele pasar, se enrede y llegue mucho más lejos. Rico parte de la necesidad de la memoria histórica más allá de cualquier debate o confrontación y eso le facilita ¡as cosas, pues le evita un buen disgusto a la conciencia. El objetivo, no sólo devolver esa memoria a su lugar debido, sino también restaurar, más allá de intereses ajenos, el recuerdo de las personas que hay detrás, soportando éstas también la cuota de conciencia que le corresponde a la memoria que se les ha arrebatado, a veces inconscientemente, a veces de manera voluntaria.
Rico conforma su particular Macondo entre la niebla que orla los picos y el brezo que enhebra sus raíces dentro de la tierra al borde del abismo
Se suele decir que el amor mueve montañas y en Un extraño viajero (Algaida; IX Premio Logroño de Novela), sólo un chispazo, una aparición insospechada, una noche de sexo, es capaz no sólo de moverlas sino de hurgar en sus tripas, provocando un seísmo que exclusivamente la reconstrucción de la memoria será capaz de apaciguar. No es la primera vez que el autor se adentra en el territorio de Somosierra, esa escarpada encrucijada que une Madrid, Segovia y Guadalajara en un triángulo mágico, donde montañas (una de sus novelas se titula precisamente como una de esas montañas: La mujer muerta) y pueblos, bosques y rutas, nieve y primavera, son susceptibles de exploración. Rico conforma su particular Macondo, entre la niebla que orla los picos y el brezo que enhebra sus raíces dentro de la tierra en lucha por no caer en el abismo.

El edificio, situado en Horcajo de la Sierra, que 
inspiró La Casona
Es en ese contexto donde surge la memoria que devendrá en histórica por mor del interés que suscitará el descubrimiento de unas fotos que retratan en blanco y negro los desmanes de los vencedores de la Guerra Civil española en los años 40 y 50, y el perpetuo castigo de los presos, vencidos, obligados a trabajos forzados, allí, entre aquellas montañas invencibles, durante las obras de construcción de la línea de ferrocarril Madrid-Burgos. Campos de prisioneros, donde no se gaseaba a los judíos, pero creaban cadáveres andantes, mutantes morales, famélicas víctimas de la ideología vencedora. Una historia para olvidar que se enquista en la vida de los personajes que la reciben con sorpresa y se rinden a ella con abnegación y necesidad de que se conozca. Una historia para no olvidar que pronto capta la atención de los encargados de organizar la (tan traída y llevada! memoria histórica y suscita intereses encontrados.

Hay vida detrás de la memoria y amor cuando la ficción se convierte en un canto de sirena. A la protagonista, aunque le duela que prescindan de ella en los actos oficiales a pesar de regalar las fotos, sólo le interesa saber si aún vive el hombre que después de regalarle una noche de sexo en La Casona, hotel que regenta ella, le deja un encargo; recuperar unas fotos de un campo de trabajo de la posguerra, cercano a la mujer muerta. Saber si vive, buscarlo en los rostros que se lo recuerdan, ese rostro grabado, y, si es un fantasma del pasado, demostrarse que ella lo vio y lo amó, aunque fuera en ese instante fugaz de la memoria.




martes, 2 de diciembre de 2014

Una crítica de 2008 a "Espejo y tinta", de J. Ernesto Ayala-Dip


Espejo y tinta es un libro extraño en mi bibliografía narrativa. Dos nouvelles que publicó Bruguera en su último tramo de vida editorial (en el otoño de 2008) y que tuvo un excelente tratamiento crítico. Se ocuparon del libro, entre otros, J. Ernesto Ayala-Dip, en Babelia/El País, y José María Pozuelo Yvancos, de ABC. Recupero la de Ayala-Dip: precisa y sin circunloquios. 



No hay una teoría unánime  sobre qué es exactamente un cuento largo o nouvelle. O qué los acerca a unanovela corta. Hay más acuerdo sobre sus dimensiones, tal vez porque es una variable más visible. Pero uno siempre tiene la sospecha de que todo el problema nos remite a una unidad de argumento y sentido, a un motivo concentrado, a una idea más cerca de la metáfora que a la complejidad en abanico de una novela. Casi junto a la publicación de Verano (Alianza), el novelista, poeta y crítico literario Manuel Rico publica Espejo y tinta, reunión de dos nouvelles, término por el que me decanto al final, siempre que se me presenta la duda arriba mencionada. La primera pieza se titula Espejo. Abunda la historia en el motivo literario del doble. Ernesto Silva hereda un libro de su padre. Un día descubre que alguien repite su existencia. Una sombra pertinaz que postula una existencia paralela. Poe y Dostoievski transitaron por este tema universal. Rico recupera la tradición para insuflarle un aire evanescente. Una historia más próxima al sueño. En la segunda pieza, Tinta, el meollo argumental se hace más opresivo. Luis Orueta, un oficinista muy al estilo de los de Gogol, se muestra impotente ante su irrefrenable fascinación porlas plumas estilográficas. Le atraen hasta casi situarlo al borde de los abismos más insospechados, sobre todo las que fueron usadas porlos grandes escritores. Tal vez como una remota esperanza de que ellas insuflen en su pobre existencia una inspiración literaria milagrosa. Las dos nouvelles (y no deje el lector de relacionarlas con las doce nouvelles que ha escrito hasta ahora en cuatro libros Luis Mateo Díez) de Manuel Rico se alimentan de ideas eminentemente cuentísticas. Pero su solución formal apunta a una excelencia estética de no muy frecuente consecución en la literatura española de los últimos años en este formato. La tensión del asunto central va evolucionando hasta un clima final, sin fisuras en la escritura que dificulten el placer que siempre ha de deparar la lectura de una nouvelle. La concisión no es una cuestión de pocas palabras. Es equilibrio entre lo que se escribe y lo que se calla. Excelente. J. ERNESTO AYALA-DIP


Publicada en Babelia, del diario El País, el 20 de diciembre de 2008