Marta López Vilar escribe, en la revista Turia, una crítica sobre mi último libro de poemas, Los días extraños. Aunque la revista acaba de publicarse, se trata del número 120, correspondiente a noviembre de 2016.

Escribir es, inevitablemente, una manera de regreso. Decía el poeta alemán Novalis que había que regresar al alma como a una patria antigua. Una patria antigua que siempre va con nosotros y nos recuerda. Y algo así ocurre en este último libro del poeta madrileño Manuel Rico (1952): Los días extraños. Recordé esas palabras de Novalis porque este libro se inicia con un viaje que es regreso, introspección de los días que son vida y radiografía exacta de la memoria y la identidad. Incluso las partes en las que está dividido el libro nos dice mucho de las paradas, de los apeaderos y estaciones que hay en estas páginas: «Los días extraños», «Noticia del otoño», «Retornos» y «De la vida y su espuma». Comienza en esa sorpresa que da la lejanía en la extrañeza: el eco que nos llama por nuestro nombre, continúa en ese aviso del otoño -el lugar y el tiempo donde habitan las cosas que acaban y esperan despedirse de nosotros-, siguen los retornos a las habitaciones intactas de la memoria, a las voces, al olor de las cosas y acaba el libro con esa vida que, como la espuma, es frágil y ligera, pero profunda como una huella.
Comienza el libro: «En la tarde y sus grietas, con tu historia / de adversa devoción, de mundos compartidos, sientes / que es preciso volverse y respirar, / inventar la mirada que indaga tierra adentro, / restaurar el refugio y las estancias / donde viviste, quizás lloraste y tuviste descendencia /más allá de las tardes con otros y del aire / de quienes fuisteis parte de un tiempo en mutación, / parte de un tiempo». Esa voz que se da la vuelta y, de repente, regresa a los rincones del corazón que la han estado aguardando como un ejercicio de amor en el tiempo que muestra sus grietas y sus heridas. Es este libro, ya desde estos primeros versos, una invitación honesta a mostrar la belleza de lo ido, de lo que nos pertenece y nos ha hecho con lentitud y paciencia, con dolor e integridad. Y no es fácil poder mostrar esa honestidad de manera tan equilibrada y justa, con ese hilo emotivo que horada sin darnos cuenta. Porque en estas páginas hay historia de todos, historia vivida y no vivida que nos ha hecho porque nos estaba esperando, intacta, a veces muy cruel: «Vuelves desde otros años. / El padre, entonces, era compañía / y era seca ternura, saldaba deudas de viajes aplazados / y sueños quebradizos. Mirábamos, / con ojos forasteros, /el reverso del agua, las aldeas con vida / que hoy contemplo con luz muy diferente». Esa palabra, entonces, marca siempre escisiones, y, sin embargo, nos hace volver al calor tierno del amor desde una luz tan distinta, de voz tan distinta. Ese entonces es un pretérito que nos hace señas a través de fotografías, porque hay mucho de fotográfico en este libro. Y no sólo por la capacidad para captar el instante, la respiración que se queda suspendida. No es sólo por eso, sino porque son versos que permanecen y cambian continuamente, como las fotografías cuando se ven tras el paso a veces terrible del tiempo. Es la seña de la buena poesía: busca como un torrente de agua las grietas de nuestro propio corazón, cambiando el sentido de las palabras, su forma. Confieso que he leído varias veces este magnífico libro porque en mí generaba una extraña atracción, una atracción hacia unos días que no fueron los míos y, sin embargo, veía tan familiares: «Soy memoria de viajes y reencuentros: / campos entre la niebla cruzados por un tren / y viejas devociones soñadas en la voz y en la música / más joven». Esto es algo que siempre me ha acompañado cuando he leído los libros de Manuel Rico: Fugitiva ciudad, Monólogo del entreacto, Donde nunca hubo ángeles...
"Es la seña de la buena poesía: busca como un torrente de agua las grietas de nuestro propio corazón, cambiando el sentido de las palabras, su forma."
En este poemario se habla sobre la restauración, sobre la curación del tiempo, sobre la recuperación de rostros, de cuerpos, de sí mismo. El poeta recupera la ciudad de su infancia y adolescencia, nos presenta aquella España gris del silencio y el miedo en el que aquél que escribe vivía y ahora reconstruye. En este libro hay viajes, paseos, amor, personas queridas que de nuevo se convocan en la amistad y los afectos, en las huellas de aquello que poco a poco desaparece, en cada grieta de una casa, en cada huella. Hermosísimo el poema «Otoño en Riaza» que recoge los fragmentos de una risa rota, de unas presencias idas: «Es la imagen / de la vida que ignoraba la muerte, / es el tiempo todavía abarcable, / es la risa apenas agrietada, sin heridas aún / y sin ausencias». Y emociona, porque puede verse cómo este libro cuidará de las estancias del pasado, las mantendrá confortables, pero a veces con un dolor a medias y con mucho aprendizaje de vida. Porque volver también nos convierte en felicidad: nos ayuda a dar el último abrazo, a echar el último vistazo a la casa, a la calle, al lugar que es todo el tiempo. «Este lugar es todo el tiempo», decía el gran poeta Emilio Prados. Y este libro nos permite hacer lo que la vida no nos deja: saber que, aunque todo será último, sí podremos recordarlo para cuando lleguen esos días extraños de la memoria. Y quién no ha sentido eso alguna vez. Esta sensación de tenue melancolía, de reconocimiento y de encuentro inunda las páginas de este hermoso libro construido de lucidez y verdad. Porque la afirmación de una historia, de un haber sido, es la mejor y más clara manera de saber que aún seguimos siendo. Y esto late en el libro.
Acéqúense a este libro con el mismo sigilo con el que está escrito. Hay algo de nosotros en él, también de mucha verdad. Y nos espera.
Manuel Rico, Los días extraños, Granada, Valparaíso, 2015
Crítica publicada en la revista Turia, nº 120. Teruel. Noviembre 2016
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